¿Para qué tanta inversión?
En más de una ocasión hemos oído eso de que sólo utilizamos el 10% de nuestro cerebro. Falso. Utilizamos el cien por cien; si un músculo no se utiliza se atrofia. Por tanto, otra cosa es que no sepamos en qué empleamos un porcentaje tan elevado como es el 90% restante. Pero usarlo, lo usamos. Por este motivo, si se logra desvelar cómo funciona, las posibilidades son infinitas. No sólo porque enfermedades terribles como el alzhéimer o el parkison se puedan curar –o controlar–, sino porque sus aplicaciones a la industria armamentística, o a la política como forma de ejercer el control total sobre la población, son reales. Asegura Ruiz que «prácticamente se podría hablar de hackear al ser humano. Manipular el cerebro es como tocar el código de un programa: puedes hacerlo todo». Es así como surge la neuropolítica. Porque al poder ya no le interesa convencer al votante; quiere manipularlo a su antojo. Al fin y al cabo la matriz de todas estas ciencias, la neurociencia, hace tiempo que se ha dado cuenta de que el ser humano no toma sus decisiones de manera racional sino llevado por las emociones; y las emociones son extraordinariamente manipulables. Por eso quienes están entre bambalinas asesorando a los políticos que acaban al frente de los gobiernos de medio mundo son conscientes de que finalmente no se hace con el poder aquel que más ofrece a su pueblos, sino, como asegura Miguel Ruiz, «el que más lo manipula (…). El reto de la neuropolítica es adaptar la política al funcionamiento del cerebro de los votantes».
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